noviembre 27, 2008

Semillas de la pasión

El Estadio Morelos tiene un silencio estremecedor. El mutismo cobra ese adjetivo por la inverosimilitud de que hay casi 38 mil aficionados.

El impacto de la pelota retumba hasta en los palcos. Los esfuerzos de los jugadores de Monarcas Morelia son nítidos. Tienen que alcanzar el empate, la ventaja de 2-1 la lleva Tigres y con ello, el pase a la liguilla.

De repente salen murmullos entre las butacas, hasta que un hombre de barba larga y blanca como la nieve, igual que su cabello, grita enérgico entre la multitud.

“A la bio, a la bao, a la bim bom ba, Morelia, Morelia, ra ra ra”, mientras sostiene con la mano una caja llena de bolsas de pepitas doradas con un toque de sal que se derrite en muchas lenguas en cada juego.

El grito se convierte en un cuchillo de madera, incómodo para la apatía de los morelianos que no pueden creer que Monarcas no alcanzará el empate que lo pondrá en la liguilla. Nadie tiene la personalidad que tiene él, es el único que decide hacer algo. Es el que hace lo que nadie hace. Es El Semillas.

“El amor lo trae uno de chico, los veo desde que jugaban en las cancha del panteón”, explica el hombre de 67 años de edad.

Entonces su trayectoria como derrochador de pasiones futboleras ya es larga, si se toma en cuenta que el vigente Estadio Morelos tiene 19 años y que el anterior, Venustiano Carranza, tiene más de 30 años.

Comercio legal

El Semillas nació en Tarímbaro, a 10 minutos de Morelia, la capital de Michoacán. Por su afición y necesidad de dinero vendió pepinos en el Venustiano Carranza.

“Hasta que un día me agarraron los que vendían refrescos y me dijeron que no podía vender porque les quitaba clientes, así que empecé a vender semillas. Ahora me cobran 300 pesos por entrar a vender al estadio (Morelos)”, cuenta.

Este personaje, es parte de la imagen del estadio sede del club michoacano. Su apodo se escucha en todos los pasillos de plateas. No sabe leer, no sabe escribir, pero si sabe desgarrar la garganta y arrojar las bolsas de semillas a la gente cuando caen los goles.

“¡Ahh!, es que les digo que me la paren y agarran la bolsa, pero regalé tanto que ya me fregué”, argumenta, aunque en términos mexicanos podría decirse que alburea.

En Tarímbaro vendía raspados hace mucho tiempo, pero en el estadio, El Semillas vende lo que nadie vende, semillas.

Misterio bajo la barba

Tiene nombre y apellido, suelta un “Amaro Castro” masticado por los dientes apretados porque no quiere que nadie sepa quién es. Incluso pudiera ser un Amado Castor o el que sea, porque con tal de mantener el misterio puede decir cualquier cosa.

Pero ya es un personaje como no hay más en el Estadio Morelos. A cada partido llega caracterizado de diversas maneras. Puede ser un mendigo, un Chavo del Ocho, una Novia vestida de blanco, un Santa Claus, incluso de Bruja. Puede vestirse de cualquier manera, pero ese personaje también venderá semillas. Se viste para ir al estadio como nadie se viste.

“Todo depende de cada fiesta que se celebre cerca de los días de los partidos”, confiesa mientras luce la playera del Atlético Morelia que le regaló Sergio Verdirame.

Lesiones del no jugador

La venta de pepitas o semillas se realiza los días de partidos. Camina entre tribunas y personas para buscar su ganancia, aunque su principal objetivo ya se cumplió, entrar al estadio.

Entre juegos y pepitas el personaje michoacano también tenía actividades entre semana, vendía raspados. Los años se le consumieron en esa actividad frigorífica y la espalda se lastimó por las bajas temperaturas, entonces abandonó la labor.

Así permanece más tiempo en casa, para ver de vez en cuando a sus tres hijas y sus 10 nietos, quienes siguen al mismo equipo del abuelo, pero no parecen tener intenciones de seguir la tradición.

El Semillas viaja en su viejo auto, para llegar rápido a los juegos y para marcharse casi con la misma velocidad. Ya no le gusta permanecer mucho tiempo en los partidos; se instala, camina por todo el Coloso del Quinceo, y cuando la caja no tiene mercancía se va a casa sin importar si el partido terminó. Esto tiene una razón de salud.

“Me gusta andar solo, a la hora que quiero me voy. Sí me gusta ir a ver al equipo, uno quiere que gane siempre, pero ya no aguanto los nervios, se me suben y me debo de controlar, por eso mejor me voy antes de que se acabe”, considera el vendedor que se va cuando nadie se va.

Futbolista de tribuna

Nunca tuvo intenciones de ser futbolista. Nunca tuvo un trabajo muy prometedor como para vivir de manera holgada, pero es humilde, lo demuestra por su voz tranquila y de baja intensidad. También le gusta ir a los jaripeos y se divierte, aunque ya no fuma ni toma, eso lo dejó hace mucho tiempo.

Cada quince días acude al Estadio Morelos y ahí desprende toda su emoción. En la final de la temporada 1980-1981 prefirió cerrar los ojos para no ver el gol que ayudó al ascenso. Pero antes de cerrarlos, lanzó al aire cuantas palabras pudo.

Cuando fue la final del título del Invierno 2000 prefirió salirse del estadio antes del silbatazo final, ya no aguantaba la tensión. Pero antes de irse a casa, había gritado hasta quedarse afónico.

En el juego ante Tigres, cuando perdían 2-1, la afición había enmudecido, pero El Semillas no.

“La gente me apoya, me dice que grite más fuerte. A mi me gusta gritar porque me sirve, me relajo”, comenta el hombre que grita cuando nadie grita. El Semillas, es el hombre que rompió el silencio.

noviembre 26, 2008

Sufrimiento de liguillas

Los juegos de ida del Apertura 2008 se escurrieron por las pantallas de televisión hasta que el árbitro finalizó el juego y oprimimos el botón de apagado.
Magia, si hubo mucha y para las dos porterías. Es increíble que en un juego como el de Tecos-Toluca se hayan despediciado tantas opciones de gol. El Pony Ruiz recorría su carril como un tren bala, sin que nadie lo parara, entonces llegaba al final de su recorrido y enviaba centros a De Pinho que no terminaba por cobijar en la red.
O qué tal, Cuauhtémoc Blanco, con todo y esa mochila en la que parece cargar una dosis inagotale de futbol, ponerle ese pase a Daniel Ludueña para que enganchara al central y definiera con su pierna derecha en un toque suave. Era apenas el segundo del partido ante San Luis, que fue líder de la competencia, pero ante un ataque como el de Blanco, Ludueña, Arce, Lorito Jiménez, Vuosso, Édgar Castillo y hasta El Chato Rodríguez, no le queda más que detenerse y ver la manera en que tejen su inteligencia.
También estuvo la jugada de Gabriel Pereyra, cuando Tigres suspiraba una victoria en el final del partido, en la que recorta a la defensa, llega a la línea de meta, infla un globo que empujó el colombiano Gabriel Rey con la cabeza. Fue el empate 1-1 del Atlante con Tigres y que promete más cosas para este sábado.
Emoción, bastante. Porque ver la manera en que Cruz Azul y los Pumas desgarraron el campo para estirarlo lo más posible y buscar los huecos que les dieran ventajas, sólo hace que uno se coloque al borde del sillón, a punto de caerse, para esperar que la bolita entre, aunque sea tantito, a la línea de la portería.
Pero ese es el sufrir, esperar y esperar a que lleguen los goles que erizan hasta las pestañas. Esperar hasta el siguiente fin de semana para ver la conclusión de cada una de las novelas futboleras que anuncian intensidad hasta el último microsegundo.
Qué ganas tenía de escuchar los gritos de liguilla en el Estadio Morelos, pero nos tocará vivir el otro sufrimiento, el que te regala la espera.

noviembre 16, 2008

No hay lógica

Había una cosa que no tenía permitido Monarcas en la jornada 17 del Apertura 2008 ante Tigres. Era una sola, tan complicada como él mismo lo permitiera, tan sencilla como él mismo lo quisiera. Era no perder.

Pero el futbol tiene esos detalles de enseñanza, esos en que el deseo se convierte en desesperación, en el que lo fácil se hace difícil, en lo que ocurre lo impensado. Y ayer, en el Estadio Morelos, ocurrió.

Monarcas 1, Tigres 2, el resultado que no debió pasar, el mismo que desplomó el ánimo a casi 38 mil almas, que desató el llanto de Tiago, Droguett, Elías, Aldrete y compañía. Fue el que planteó un silencio de sepulcro, de luto. Sí, de luto, porque Monarcas murió en el Apertura 2008 y su afición acudió a la velación.

Hubo gritos desgarrados, otros de furia, de frustración, de tristeza. Primero cuando Guillermo Marino impactó de bolea al 2’. Todos se acomodaban en el asiento.

También hubo gritos de gozo, cuando Tiago infló el globo que techó al Conejo Pérez y besó la red (23’). Era el empate para soñar con el pase.

Pero llegan los momentos en que la garra se transforma en otras sensaciones y cobijan a jugadores como Fernando Salazar que pelean con intensidad la pelota y el árbitro es implacable con la tarjeta roja.

Las formas de plantear los juegos cambian. Luis Fernando Tena intenta suplir un medio de contención con dinámica (Droguett y Cabrera) y aguantan la primera parte. Lapuente coloca a Kikín Fonseca a un ladito de Tiago para estorbar, pero el brasileño destroza avances con espíritu.

En la segunda parte creció la tensión, Morelia con 10 hombres y llegadas constantes. Ocurre el momento que esperaba Lapuente, el que aprovechó Lobos para filtrar un balón al área que empujó otra vez Marino (56’). Morelia y El Morelos, al borde del colapso.

Y no hay más triste que tantos minutos de agonía, casi eternos cuando se tiene que meter la pelota y el enemigo tiene un conejo de la suerte. Porque ese Conejo Pérez fue el que salvó la tarde y el pase de los felinos.

Quitó del ángulo un cabezazo de Romero (85’), peleó con dureza cuando, casi en la línea, a Mendoza le rebotó la pelota en el cuerpo (85’), y al final, otro manotazo para salvar otro remate picado de Romero (86’).

Entonces el silbatazo que sentencia, el que desmorona las expectativas que se harían válidas con un empate. Morelia perdió, era lo imperdonable. Ocurrió lo impensado.